arte de Miyazaki

domingo, 31 de mayo de 2015

María

María despertaba un día de cada año para ver a su familia. El mismo día del mismo mes cada 12 meses. Su fuerza venía del escaso tiempo que, consideraba, había pasado junto a su familia en vida, y que, debido a su enfermedad, se había reducido drásticamente en sus últimos momentos de aliento, cuando tenía más cosas que compartir. Ese deseo tan intenso la recompensaba con unas horas de vida en las que salía de su recinto funerario para asistir a una reunión acogedora con su familia después de la larga espera.
Su aspecto, sin embargo, no variaba de un año al otro. Conservaba la misma apariencia de una entrañable anciana risueña y llena de vida. El camisón, que atrás en el tiempo había sido blanco, ahora sí que guardaba un aspecto andrajoso y sucio, algo más común si pensamos de dónde provenía: bajo tierra. La apariencia, a mi entender, debía mantener, sin embargo, su brillo y delicadeza inicial porque se trataba de algo sagrado; el cuerpo donde se refugia un alma.
La familia de María estaba acostumbrada a su presencia cada año, y añoraban con impaciencia el día en que despertaría y se uniría a ellos como en los viejos tiempos, cuando se divertían paseando a la vereda del río y parando a comer natillas caseras en la confitería, un postre que le encantaba a María.

Pero en la noche debía volver sin demora al cementerio, para seguir con su letargo antes del próximo año. En ese momento la despedida era dura, pero se volvía menos intensa gracias a la garantía de poder reencontrarse al año siguiente. María, aún así, se preguntaba si era mejor cuando veía  a su familia todos los días sabiendo que en algún momento se acabaría, como ocurrió cuando estaba viva ;o si, por el contrario, era preferible verlos una vez cada doce meses si eso garantizaba que seguiría siendo así por siempre.

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