María despertaba un día de cada año para ver a su familia.
El mismo día del mismo mes cada 12 meses. Su fuerza venía del escaso tiempo
que, consideraba, había pasado junto a su familia en vida, y que, debido a su
enfermedad, se había reducido drásticamente en sus últimos momentos de aliento,
cuando tenía más cosas que compartir. Ese deseo tan intenso la recompensaba con
unas horas de vida en las que salía de su recinto funerario para asistir a una
reunión acogedora con su familia después de la larga espera.
Su aspecto, sin embargo, no variaba de un año al otro.
Conservaba la misma apariencia de una entrañable anciana risueña y llena de
vida. El camisón, que atrás en el tiempo había sido blanco, ahora sí que
guardaba un aspecto andrajoso y sucio, algo más común si pensamos de dónde
provenía: bajo tierra. La apariencia, a mi entender, debía mantener, sin
embargo, su brillo y delicadeza inicial porque se trataba de algo sagrado; el
cuerpo donde se refugia un alma.
La familia de María estaba acostumbrada a su presencia cada
año, y añoraban con impaciencia el día en que despertaría y se uniría a ellos
como en los viejos tiempos, cuando se divertían paseando a la vereda del río y
parando a comer natillas caseras en la confitería, un postre que le encantaba a
María.
Pero en la noche debía volver sin demora al cementerio, para
seguir con su letargo antes del próximo año. En ese momento la despedida era
dura, pero se volvía menos intensa gracias a la garantía de poder reencontrarse
al año siguiente. María, aún así, se preguntaba si era mejor cuando veía a su familia todos los días sabiendo que en
algún momento se acabaría, como ocurrió cuando estaba viva ;o si, por el
contrario, era preferible verlos una vez cada doce meses si eso garantizaba que
seguiría siendo así por siempre.
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